martes, 31 de marzo de 2009

Ozymandias






















De regreso del entrañable y divertidísimo viaje a Zaragoza (ciudad limpia y ordenada, modélica en su fidelidad al urbanismo racionalista, de cuyos méritos y fracasos es paradigmática) sentí el delirante impulso de ecoger como lectura, de la nutrida biblioteca familiar de filosofía, el superkiller librillo "El carácter neurótico", de Alfred Adler. Tras tantos meses invernando rodeado de manuales técnicos de gestión de la locura (menudo invierno neurasténico he pasado, habitando mi despachito como si de un manicomio se tratase), este libro me ha obligado a poner freno en seco a mis investigaciones amateur en torno a la demencia. Su paroxismo a la hora de indexar todas y cada una de las formas de demencia cotidiana llega a un límite en el que TODO parece chaladura: ya desde el índice anuncia sesudas explicaciones sobre por qué la envidia es una forma de neurosis, el deseo es estrictamente neurótico, eres neurótico si te masturbas, y tambien si no lo haces, digas lo que digas anuncia una neurosis de caballo, y si te callas es porque estás neurótico internable. ¿Conclusión? Estoy neurótico perdido, vosotros tambien, no podemos hacer gran cosa al respecto, así que intentemos vivirlo lo más felizmente posible.
Supongo que las largas parrafadas que he ido soltando desde este púlpito (ese término es un lapsus judeocristiano tremendamente neurótico) partían de la pueril pretensión de superar toda forma de condicionamiento, subjetividad, paranoia y romanticismo (valgan las redundancias) para vislumbrar una aproximación prístina y estéril de lo real: lamentablemente, lo único que he sacado en claro es que el ser humano es ontológicamente incapaz de escapar de su cárcel subjetiva y cualquier construcción sistemática del mundo (sea esta artística, literaria o científica) será inevitablemente performativa y contingente. Esa angustiosa impotencia de no poder alcanzar ninguna forma de conocimiento objetivo me da mucha rabia, pues demasiada pluralidad aboca a las presentes pesadillas posmodernas, imposiblilitando cualquier estrategia revolucionaria o progresista, cualquier fé o superación del yo, pues fuera de él no queda nada. Una mierda, en resumen.
Pero mi hartazgo respecto a la insustancialidad de los asuntos humanos me ha llevado a interesarme mucho por la robótica e inteligencia artificial, de la que soy fan absoluto. Huyendo de las formas de arte moralizantes cuyo fin único es el de glosar los dilemas morales de una forma zoológica tan poco sorprendente como la nuestra, me he encontrado tremendamente cómodo rodeado de ultracuerpos, HAL9000s, C3POs, psicópatas, Wall-Es y lenguajes binarios de todos los colores. La semana pasada, sin ir más lejos, revisioné con gran placer la tremendamente estimulante "THX 1138" de George Lucas, que además de ser de largo su mejor film, es la distopía futurista más desconcertante e intensa que podamos encontrar en la gran pantalla. Su ambientación es exquisita y asépticamente angustiante, cuenta con algunas ideas inteligentísimas (especialmente, los mecanismos alienantes usados por el poder, como el empleo de sexo y violencia en dosis sistematizadas), la fotografía es de matrícula de honor, y las escenas de la cárcel ya están en el olimpo del Gran Cine de todos los tiempos. Una película que tenéis que ver, pero en la versión editada originalmente y no ese bochornoso director´s cut en el que el merluzo de Lucas intercaló sus renders casposos para hacerla más dinámica y espectacular y, de paso, cargarse la potencia de sus elipsis. Ahora bien, la conclusión de este modélico film es un tanto previsible: lo humano reside en los sentimientos, y es preferible sufrir y errar bajo sus designios que alzanzar al excelencia a través de la razón y el orden. La misma aburrida tesis de Matrix, Yo robot, 1984 o X-Men: el ser humano, en su patética y errática pasión, es el gran tesoro del universo. Idea con la que disiento completamente, y en un hipotético litigio contra inteligencias alternativas, sería un feliz traidor de la causa humana.
Mucho más penetrante en ese sentido me ha resultado "Watchmen", pomposo tebeo que me shockeó en mis tiempos Marvel y que como película resulta perfectamente imperfecta: en su cobarde y puntillosa fidelidad al cómic sólo consigue producir una narración extraña y barroca, ignorando el hecho de que el tempo del 9º arte es muy diferente al cinematográfico, de modo que una adaptación del espíritu Watchmen hubiese debido ser muy diferente a una trascripción del tebeo palabra por palabra. Dicho lo cual, me ha quedado en claro lo tremendamente inteligente que es el original (pese a lo pedante y grandilocuente de su narrativa) y lo simpática y correcta que está la película. Pero saco el tema a colación por el portentoso personaje del Dr. Manhattan, una suerte de superhombre venido a más cuya moral cósmica dista mucho de ser cómplice del humanismo paternalistamente romántico que cabría esperar, y cuya némesis Ozymandias (el hombre más inteligente del mundo: desde ya, mi superhéroe favorito) consigue travestir la moral del bien colectivo apelando a una paradoja tan penetrante como descarnadamente real, en un final maravilloso cuya carga política está en las antípodas de la solidaridad líquida de la era post Clinton.
Watchmen, el comic, es una lectura obligada. Lo tenía olvidadísimo, pero gracias a la película me he dado cuenta de la sutileza de su moral, el bello crepúsculo urbano que cartografía (magnífica simbiosis de pánico nuclear en una ciudad de cine negro), la madurez y sequedad de sus especulaciones, la espartana belleza de la locura de Rorschach, y muy especialmente su sincera y certera exposición de los cimientos de la paz que disfrutamos, a través de una metáfora que finalmente, entre tanta seriedad y descreimiento, funciona como una curiosa y profunda reivindicación de la belleza y la bondad. Una bondad cargada de sangre, pero humana. Al menos, hasta que nos gobiernen los robots.
Ya escribiré largo y tendido sobre Watchmen. Da para mucho.