miércoles, 16 de julio de 2008

hormigas
































Mi padre solía llevarme, siendo muy niño, a observar y analizar el comportamiento de las hormigas que colonizaban el subsuelo de los montes en los que jugábamos. Como todo lo que él hacía, aquella sencilla costumbre estaba originada por su voluntad de proporcionarme una educación filosófica y solemne, cargada de Grandes Verdades, incluso cuando lo único que ocupaba mi pensamiento eran tribulaciones del tipo “¿quién vencería en una batalla entre Hulk y Colossus?”. Él pretendía hacerme comprender las metáforas que pudiese extraer del comportamiento de aquellos bichos equiparándolo a las personas; por aquel entonces, por supuesto, yo no me daba cuenta. Observaba con moderada curiosidad los movimientos y reacciones de las hormigas ante nuestros estímulos, que pronto se desvelaron muy lógicos y predecibles, sin espacio para el azar o las sorpresas. Yo preguntaba “¿por qué se mueven con tanta premura y velocidad, qué les empuja a trabajar de un modo tan exhaustivo y pertinaz? Hay cosas mejores que podrían hacer”. Mi padre respondía: “tienen hambre y deben comer, si no actuasen de este modo morirían”. Con la lógica aplastante de los niños, recuerdo que pensaba “ya, pero si muriesen dejarían de tener hambre y no tendrían que sufrir tantos padecimientos”. O lo que es lo mismo, me preguntaba por la razón por la cual los seres vivos mostraban semejante e incorruptible apego a la vida. ¿Acaso el único motivo para vivir era el poder seguir viviendo? (os daréis cuenta de que era un niño muy reviejo, una primadonna reflexiva; tengo en bastante estima el niño que fui). Hasta donde puedo recordar, probablemente aquellas visitas al mundo de las hormigas fueron el primer peldaño hacia las incertezas existenciales que me acompañaron toda la vida, hasta hace bien poco.
Tardé larguísimas temporadas en encontrar una respuesta íntima y convincente a qué es lo que me diferencia, como hombre, de una hormiga (apunto que ese camino ya resuelto se lo debo agradecer a mi padre; tengo por seguro que él nunca encontró dicha respuesta, y de ahí sus penosos y traumáticos fracasos emocionales: siempre se tuvo, secretamente, por una hormiga). Pasados los años he desarrollado una empatía intuitiva e inmediata cada vez que se me pone delante alguien que ha realizado un recorrido espiritual voluntario a lo largo de su vida. La mayoría de esas personas no son conscientes de la vital trascendencia de sus dudas y achaques, habiéndose arrojado por la senda tumultuosa de ser artista en sus corazones. Por ejemplo mi amigo J., mi amiga R., mi amiga M., mi querido amigo V., incluso mi amiga C., iracundos cascarrabias pertrechados en sus derivas poéticas, pasicoanalíticas o sexuales.
Los académicos y los profesionales del arte institucional, las clases ilustradas imperfectamente integradas en mercados laborales panamericanos, los burgueses respetables de mano firme y trazo grueso, oscilan entre regañarnos por nuestra pueril improductividad, o darnos palmaditas en la espalda como a peluches existencialistas, cubriendo su vivificante cuota de diversidad y poesía moderna en épocas de tediosa burocratización de sus vidas y espacios poco permeables a la diversidad.
Preguntarme por qué la hormigas optaban por buscar sobrevivir en lugar de abandonarse a un elegante y hedonista suicidio colectivo, me enseñó muchas otras preguntas pertinentes. Qué es realmente el bienestar, dónde equilibrar la contienda entre voluntad e impulso, con qué llenar mi tiempo, cómo aferrarme con fidelidad a algo tan contingente como una construcción moral personal si realmente “todo es relativo”, por qué romper el silencio con textos que solamente redacto pensando en mí, cómo amar a alguien humanamente imperfecto, elegir entre la pastilla roja y la azul, cómo tocar las cosas, en qué invertir mi tiempo, cómo sentirme cómodo siendo un humano con un genoma prácticamente idéntico al de una hormiga. Verbalizado, escrito y compartido, todo esto me parece liviano y confortable, poco real.
Hace dos días, un amigo me sujirió que jubilase por fín una camiseta que estaba ya muy machacada, afirmando con ello que ya no resultaba "correcta"; ese mismo día, más tarde y casualmente, otro amigo me comentó sobre la misma prenda"Cómo te gusta ese rollo snob de la segunda mano". Me sorprende cómo la burguesía ha aprendido a desoír la disidencia, suponiéndola mera pose, rebatiendo cualquier atisbo de credibilidad. A ambos les respondí la misma verdad; me puse la camiseta sin apenas mirarla, sin darme cuenta, con la mente en otra cosa, centrado en lo mío, automáticamente, sin plusvalías estéticas, sin buscar un significando, a estas alturas como una hormiga.