viernes, 21 de noviembre de 2008

littérature



















Como todos vosotros, he tenido la suerte haber conocido a algunas que otra gran persona de las que he aprendido todo lo que sé, pues considero que somos únicamente la suma de lo vivido, y lo vivido son siempre personas. Pero hay una sensación muy poco habitual que sientes de vez en cuando en la vida, y es la de encontrar a alguien que, instintivamente y sin necesidad de apenas gestos ni palabras, te entiende y así lo percibes tú inmediatamente. Gente con la que la identificación es casi automática, cuyos argumentos siempre resultan convincentes, cuyos silencios están cargados de complicidad, y que habla únicamente de las cosas que para tí son importantes.No sé explicarlo... no me refiero al tipo de persona a la que admiras por lo elevada que está respecto a tí, sino aquellos con quien sientes que puedes ir de la mano. Y sin cursilerías. Es una cuestión de longitud de honda.
Una de esas personas singulares y empáticas fue un familiar mío que ya no está entre nosotros, "el tío de Barcelona" cuyas visitas me resultaban especialmente interesantes y formativas. Siendo niño, siempre me defendía en las contiendas cotidianas, con frases inteligentes que convertían en palabras lo que yo todavía no sabía decir. Me recibía en su coqueto piso condal con la enorme hospitalidad del que actúa con una normalidad rayana en la indiferencia, y amenizaba las cenas con una locuacidad avispada y chispeante, cargada de humor y referenciando a Tintín, Lola Flores y Marx. Tras una vida plagada de anécdotas, cosmopolitismo y erudicción, vivía un tranquilo y franciscano retiro espiritual muy cerca del parque Guëll, oscilando entre la alta cultura y los cafés con los amigos del barrio. Llevaba muchos años enfermo, con una parálisis parcial que le obligaba a hablar con lentitud y trabas, caminar con torpeza y arritmia, y cuidar de sí mismo y de su casa con paciencia, precisión y humildad. Pese a lo severo de su situación, siempre supo llevar su dolencia con discrección y sin dar guerra, hasta el punto de que hasta su muerte no reparamos de lo heróico de su biografía.
Pese a su enorme ternura y cercanía, su sonrisa perenne y su complicidad respetuosa, no solía hablar de sus sentimientos, como casi todos los hombres de mi familia. Quizás no le gustaba la teatralidad victimista y católica con la que algunos de sus allegados se hacían notar tristemente, y prefirió mantenerse en un discreto segundo plano desde el que, supongo, masticaba y degrutía sus penurias.
En un determinado momento de su vida, su matrimonio se rompió con malos gestos y pocos aspavientos, sin prisa pero sin pausa hasta el penoso día de la separación. Fue una ruptura compleja y delicada, pues él siempre se sintió culpable de la infelicidad de su mujer al sentirse ésta atada a él, entre otras cosas, porque mi tío necesitaba cuidados por su enfermedad. Él comprendía, como tambien elegantemente sus hermanas, que era mejor separarse si su mujer sólo seguía en casa por el miedo a la culpa de haber abandonado a un hombre enfermo. Así que llegado el momento las cosas se resolvieron de manera pacífica y sin tiranteces. A decir verdad y desde la distancia de conocer el final de la película, lo cierto es que mucho antes de que rompiesen, era algo tan evidente que sucedería (pese a que no lo comentábamos abiertamente) que cuando ocurrió apenas generó alteración en nuestras vidas. Fue algo triste pero de largo recorrido, sin picos, de decepción sostenida y creciente, el tipo de tragedias a las que apenas prestamos atención porque parecen seguir un curso pavorosamente previsible.
Sin embargo, de él aprendí la alegría y la naturalidad, una forma de elegancia en las pequeñas cosas de la vida, quizás imperceptible pero con su punto de coquetería. Y un humor vitriólico y lleno de picardías, al mismo tiempo marujil y filosófico, cuya comicidad se multiplicaba por la parsimonia derivada de su parálisis. Creo que me estoy poniendo pelín cursi, pero recuerdo su mirada como llena de vida, de curiosidad, ternura, majestad y oratoria. ¡Nunca entenderé cómo podía ser tan hortero como para llevar bigote! Un personaje, el tío Manolo.
No sé por qué le recuerdo tanto últimamente. Quizás por la inquietud que me produce su estoicismo y tranquilidad a la hora de afrontar situaciones que a mí me resultan completamente trágicas, sin victimismos, ni dramatismos de ningún tipo, como si se hubiese abandonado a su destino al asumir su incapacidad para gestionar sus infortunios. No sé. Le quería un montón, y espero haber aprendido muchas cosas de su magnético estoicismo, y no temer a ciertos problemas porque probablemente lo mejor de la vida es aquello que de literario pueda tener.