jueves, 7 de agosto de 2008

lo real

























































Los ejercicios acostumbrados de contemplación, deriva, ilusión, hastío y fracaso empezaban a resultarle francamente tediosos por lo obvio de su repetido desenlace. No había sorpresa ni credibilidad posible en sus rutinas, de pesos y medidas ya contrastadas, y sin apenas fuste como para servir de motor de cambio alguno. En sus pacientes y penetrantes jornadas de cuerpo recostado y pensamiento ingrávido, comprendió que muchos de los ítems que utilizaba como ansiolíticos, habían terminado por orquestar una macabra coreografía de la que era prisionero, habiéndose abandonado a inercias involuntarias.

“Soy prisionero de mis terapias, y las medicinas se han transformado en ansiógenos cegadores”.

Una cierta y persistente sensación de incomodidad le había acompañado desde siempre. como un silente soplo de melancolía que en ocasiones le había proporcionado momentos de dulce y triste plenitud, pero que en la medida en que era fuente de inacción y estatismo, había empezado a resultar exasperante, y todo punto innecesaria. Se dijo a sí mismo: voy a dejar de ser una persona triste.
A su alrededor, no eran pocos los que consideraban que su perenne, parsimoniosa y autoflagelante soledad era en realidad un teatrillo de peluche existencialista, la párvula pretensión del que busca edificarse una identidad magnética a base del runrún de un malestar de ópera ficción. Sin embargo, y pese a haber llegado a ese momento en la vida en el que se supo completamente solo, no había logrado dejarse derrotar por las voces de los demás. Los otros no habían podido acabar con su tristeza, como tampoco él mismo, así que su relación con su propia melancolía se había vuelto terminantemente cerebral, distante y crítica, sin espacio para el miserabilismo. “Tristeza, sé que estás ahí y eres de verdad, pero no voy a ser tu cómplice”, redactó en uno de sus poemas, en los que ya no creía.
La disconformidad con su perenne desánimo le había llevado a interesarse por el mundo de la psicología, la teología, la filosofía y la quiromancia, pues tales parecían ser las únicas disciplinas que atendían el asunto que le preocupaba. Los gritos y los susurros del aparentemente plácido y jubiloso consumismo de sus congéneres no le podía resultar más ajeno, pues sabía que la fórmula del capitalismo sólo funcionaba a costa de renunciar a la satisfacción, precio que él no estaba dispuesto a pagar. El cerco con el que pretendía acorralar, atajar y desmontar su tristeza le había llevado a hacerse preguntas cada día más severas y generales, en divagaciones metafísicas muy poco contrastables en la opacidad de lo real, hasta que en un determinado momento asumió que para destruír esa melancolía con la que se resistía a convivir, era necesario llegar a comprender los Absolutos. Llegó en sus delirios esencialistas, a interrogarse por los pilares del cielo y del infierno, de lo Justo, lo Bello, lo Divino y lo Humano, sin hallar respuesta.
Su obsesiva y caótica búsqueda de los límites de la realidad había producido frutos más amargos de los deseados. En una revelación perseguida, argumentada, paciente y finalmente azarosa, logró durante breves instantes contemplar el mundo desde una atalaya límpida de las distorsiones del Yo y de Lo Humano que se interponían como murallas en su búsqueda. Saliendo de sí mismo(del único modo posible), contempló a sus semejantes enfrascados en sus vidas, y descubrió que la cordura y conciencia que les guiaban no eran sino formas inconscientes de una esquizofrenia compartida y consensuada, cargada de armas lógicas y sentimentales para mantenerse a salvo de inquisiciones que restasen credibilidad a su innegociable verdad. Supo entonces que todo del aparataje intelectual de la especie humana no era más que una sofisticada y casual invención de la naturaleza para salvar de la autodestrucción a un producto orgánico con la comida asegurada.
Se dijo: el hecho cultural es un velo con el que nos escondemos de lo innecesario de nuestra existencia. El pensamiento fue un arma de conquista que, una vez todo fue conquistado, hubo de perpetuarse mediante el autoengaño. La razón se ha vuelto innecesaria una vez sobrepasó el motivo que la hizo imprescindible: garantizar la supervivencia. La falacia de la existencia de nuestra “humanidad” nos mantuvo a salvo de la gélida inanidad del hecho de estar vivos. Mi vida no es más que un trozo de la vida, de toda ella, la de ayer y hoy y mañana, que extrañamente y sin motivo aparente evolucionó hasta tener en mí a alguien capaz de saber que existía.

En un café, como sus ídolos románticos, apuntó en una libreta sus pensamientos intentando que su redacción resultase bella y heróica. Se perdió luego y como siempre en la ciudad, sabiéndose trágico salvaguarda del secreto más lastimero, de la verdad prohibida que a otros antes que a él había condenado a un temperamento melancólico y huidizo. Escondió su revelación en un supermercado en el lugar más ubicuo y por tanto menos desenmascarable: en brick de cartón, con su código de barras y envasada al vacío.
A continuación, olvidó sus fetiches culturales y se sumergió en el silencio. Dejó de creer en la vanguardia y se rió con sorna de la vacuidad del arte, la ciencia y la pornografía. Se puso ropa cómoda para, como todo el mundo, disfrutar distendidamente del tiempo que le restase hasta su muerte.

Fin.