martes, 5 de agosto de 2008

zombies party






















Las anécdotas siempre son bien recibidas cuando pertenecen al limbo de los recuerdos a los que hemos sobrevivido, o mucho mejor cuando son cosas fuertecitas y graciosas que le pasan a los demás. Así que la anécdota que os voy a relatar a continuación, por ser aún demasiado reciente como para haberla convertido en leyenda, y teniendo en cuenta que soy uno de los protagonistas, es de las que tengo ahora mismo en las páginas de Sucesos truculentos. O no. No sé, tiene su componente de susto, de putada pero también y como reconocía una de las implicadas, de comedia cutre de teenagers serie z. Ahora empiezo a reírme al recordarlo, pero maldita la gracia que me hizo en el momento.

La odisea empezó el sábado por la tarde, con servidor bailoteando él solo en su chambre y flipándolo con lo que prometía ser una noche de infarto, un reencuentro por la puerta grande con los grandes saraos techno de los que me gustaban en los 90, uno de los momentos álgidos de las vacaciones y un divertidísimo viaje con dos amigas. Todo estupendísimo. El viaje de ida, como no podía ser menos, fue de lo más jovial y agradable entre cotilleos, bromas, planes, chistes y mamarrachadas marca de la casa. Tras aparcar el coche en Vigo y tomar un algo, cogimos el bus que había de llevarnos al IFEVI, y ahí empezó a evidenciarse el cariz de los acontecimientos y la naturaleza de una cita club-culture de lo last como era el Creamfields: a la gua-gua subían como si tal cosa manadas y manadas de adolescentes descarriados vestidos con ropa semiplayera pero carísima (rollo Volcom), ojos de recién fumados, y bolsas y bolsas de alcohol para amenizar la cita cultural, mientras nosotros intentábamos mantener la compostura de talluditos modernísimos que para decir Hawtin pronuncian “Jautin”.

Llegar al recinto no pudo ser más revelador de lo que se estaba cociendo: coches tuneados con el maletero abierto y el chundachunda a pleno rendimiento, botellonazos multitudinarios invadiendo cada trocito de sombra, merchandising y copas gratis de los sponsors de siempre, y en general esa sensación en el ambiente de que la gente estaba allí para consumir de todo menos valeriana. Así que apelando al celebérrimo refrán allí donde fueres, haz lo que vieres, los 3 tecnores decidimos sumarnos a la celebración con la repostería gallega que en otras ocasiones nos dio tan buen resultado: cada uno, un delicioso y tonificante pastelito de cannabis, a eso de las 21 de la noche y para entrar con buen pie al recinto desde el que salía el bombo que se oye siempre en las puertas de los festivales. Con la merienda (maldita merienda) ya en el buche, entramos al Evento Cultural y nos encontramos con un paisaje casi post-nuclear que, por lo rumboso de los participantes, parecía un after: un gigantesco espacio tipo nave industrial con un dj al fondo y centenares de drogados bailando esquizofrénicamente bajo los últimos rayos del sol que entraban por los lucernarios. Si algo bueno tienen los saraos techno es que nadie tiene sentido del ridículo y, siendo sus drogas mayormente buenrollistas y generadoras de amor universal, cualquier cosa rara que te encuentres te parece respetable y hasta entrañable. Lo malo es que a las 21 de la noche y bajo la luz del sol, ver a 3000 yonkis pasadísimos moviendo el cucu como si fuese el día de los muertos, da una sensación extraña, como de revelación cósmica en plan “Oh Dios todopoderoso, ¡qué hace el ser humano en el mundo!”. El paisanaje era mayormente de veinteañeros pasados de revoluciones y adolescentes de pueblo a los que sólo les faltaba el arado, todos imbuidos en una metrosexualidad rural estéticamente pavorosa; del prototipo femenino de ese día no hablaré para ahorrarme acusaciones de misoginia. Había freaks, por supuesto, como una yonquette disfrazada como Amy Whinehouse (pero tal cual, el moño era perfecto; muy riquiña, y me ofreció drogas que por supuesto no acepté) , una pandilla de culturistas deformes que bailaban FATAL mientras se creían los reyes del cotarro, disco-divas maquilladas como para trabajar en la sala Bagdad, nerds que se tomaban su primera pastilla y se les notaba a leguas, y algún moderno de pitillos morados con cara de “dónde coño me he metido”. Escogido un lugar estratégico en el que mover nuestras posaderas, empezamos a bailotear tímidamente hasta que poco a poco, los efectos de las cookies empezaban a hacer efecto. En un determinado momento de la sesión de Agoria (bastante bien, por cierto, con algunos momentazos de techno francés épico muy locomotores) mis compañeras se excusan para salir a comer algo y tomar el aire. Ahí tenéis a servidor bailando solo con una sonrisa de oreja a oreja y disfrutando del ubicuo minimaleo para las clases trabajadoras, mientras poco a poco iba siendo rodeado y absorbido por la masa de danzarines out of bounds, mientras se hacía de noche y empezaba le escenografía fascista de estas situaciones: luces hipnóticas, la masa flipadísima y el bombo marcial retumbando por si hubiese alguien que no se hubiese metido estimulantes. Mi alegría por estar en una situación tan disfemística y poco habitual se fue diluyendo a medida que el ambiente se iba haciendo más y más vulgar. A eso de las 23 me dirijo a la puerta a descansar y “verlo todo desde fuera”. Y si no estás participativo y lo ves todo desde la distancia, el espectáculo era muy surreal y casi pesadillesco: miles y miles y miles de mamalones celtibéricos participando en pedestres rituales de ocio y apareamiento consistentes en enseñar cacho, mover el chimpún, ofrecer drogas al vecino e intentar tocar pelo. O algo así. El caso es que en ese momento y por el mal viaje de una killer cookie de efectos psicodélicos, yo era ya muy escéptico respecto a la supuesta dimensión cultural del acontecimiento. Lo que toda la vida me habría parecido con total naturalidad una fiesta perfecta, me parecía ahora una panochada alienante embasada para masas de escasos recursos intelectuales. Doctor, ¿me estoy haciendo viejo?

A eso de las 12 y media, con los biorritmos decelerados respecto al speedico y oligofrénico ambientillo que me rodeaba, recibo una llamada desde Koru: se me informa de que mis dos acompañantes estaban en el hospital bajo los efectos catastróficos de nuestro tentempié de mantequilla, harina y marihuana. Yo no daba crédito ante la noticia, pues me sentía más o menos lozano en aquel momento e incluso ansioso de sumergirme de nuevo en el mongolerío clubber circundante. Así que asustadísimo me cojo un taxi hasta el Meixoeiro con un colocón de mil pares de cojones y esperándome encontrar cualquier cosa pavorosa. Y lo que me encuentro es a dos zombies completamente apapanatadas y en una deriva psicodélico-narcoléptica de primerísima magnitud. La sujeto a la que llamaremos “M”, pobrecita, estaba tumbada en una cama en la misma postura que la momia de Nefertiti, completamente grogui y con una sonrisa de oreja a oreja en plan “estoy en el limbo del amor”. Y a la sujeto a la que llamaremos “I” la habían marginado a una periférica silla de ruedas en un pasillo, en la que la habían dejado en plan “Hala, bonita, quédate aquí a dormir la mona y no des el coñazo”, por lo que la pobre estaba dormida, despeinada, con un una cara de cabreo descomunal y una bolsa de plástico para eventuales vómitos, sin dejar de pedir una cama y solicitando para sí el mismo trato que recibiría cualquier otra enferma: inexplicablemente dado lo zombiótico de su estado, el personal sanitario daba por hecho que lo suyo no era más que un chupinazo salido de madre. Mientras, la sujeto “M” seguía con su sonrisa tóxica entre ronquido y ronquido, prisionera de los telúricos efectos de la inocente galletita, que se reveló una potente arma de destrucción neuronal masiva. Mi cabreo y mi acojone eran mayormente gigantes: no con ellas, sino conmigo mismo por haber ejercido de Killer Dealer, mientras orbitaba desde la cama de M a la silla de I, una y otra vez y sin saber cómo hacerlas recuperar la cordura y entereza. La médica me dice que simplemente han tenido un colocón oversize y que no pasa nada, que me las lleve y las ponga a dormir. Lo cual me pareció un diagnóstico de lo más impreciso, porque las chicas estaban fatal y no había manera de hacerles mover el pandero hasta un hostal. Yo podía volver a la fiesta a ver si entre baile y baile se me bajaba mi tajada, que también era importante, pero no podía dejar allí a las compañeras a expensas de que las despiadadas enfermeras las pusiesen de patitas en la calle en aquel estado de droguerío extremo. ¿Dónde podía meter a aquel par de cromos en que se habían convertido las coleguis, cuyo careto catatónico no dejaba esperanza a una inmediata recuperación del sentido de la realidad? Así que me dijo la médica que aguardase en la sala de espera hasta que mis amigas pudiesen salir de allí por su propio pié. Aquellas horas fueron un infierno: la sala de espera estaba tomada por extrañísimos no-vivos con cara de preocupación (por algo estaban en Urgencias), por la tele jugaba Rafa Nadal (y para colmo de males, el muy gilipollas PERDIÓ EL PARTIDO) y desde las ventanas se podía escuchar el bombo del Ritchie Hawtin que nos estábamos perdiendo. Cagüentodoloquesemenea.

Al borde del colapso tras tres horas en el hospital esperando a que las niñas despertasen de su letargo, las veo aparecer con rostro moribundo y tras una breve espera nos cogimos un taxi hasta un hostal, que por supuesto y para más inri no tenía habitación hasta que le insistimos al Norman Bates de rigor de nuestra urgencia por reunirnos con Sandman: los tres estábamos hasta los cojones, completamente aplatanados and beyond , y hubiésemos dormido en la acera más cercana de no haber convencido al hotelero de que queríamos una habitación, sí o sí. Estábamos hechos un fistro duodenal (aunque yo me esforzaba por mantenerme al mando, dado el estado comatoso de M e I) . A la mañana siguiente, todavía completamente zombies por el mazazo de esas galletitas letales, cogimos el coche hacia Coruña, seguramente de modo temerario dado el tryp en el que seguíamos, y conseguimos llegar sanos y salvos a casita, y tras unos minutitos descojonándome por lo patético de la historia, conseguí dormir. Con lo cual, mi Creamfields se resume en: Agoria (muy bien), Tiga (regular) y Chemical Brothers (muy mal); una tajada soporífera de 4 horas en el hospital, y un importante gasto logístico. Con el lado positivo de que al final no pasó nada importante y que todo fue un susto un poco cutre y un desencuentro total con los festivales multitudinarios, a los que tardaré mucho en volver. “M” e “I” (perdonad que escriba sólo iniciales: desde las querellas de I punto P punto al Aquí hay tomate, es mejor no herir susceptibilidades) están bien aunque con una resaca bestial tras ingerir una modesta galletita capaz de tumbar a un elefante. Todo muy extraño y lynchiano, pero a la postre una anécdota al filo del abismo, de las buenas, de las que les cuentas a tus nietos, de las que te ríes cuando has olvidado el mal rollo y el dolor de cabeza. Lo cual en este caso seguramente tardará mucho en suceder.

Hay una teoría humanística que asegura que en realidad el comportamiento del hombre lleva siendo el mismo desde que el mundo es mundo. Yo me imaginaba, en un ejercicio de equivalencias, a las primitivas sociedades de Neandertales & Cía. actuando del mismo modo mongol que nosotros; en Atapuerca, los machos alardearían entre sí de quién ha cazado el mamut más carnoso, las marujas cotillearían sobre intimidades del troglodita de al lado, y los jóvenes homo erectus a buen seguro se divertirían tres cuevas más abajo consumiendo plantas tryposas, bailando gilipollescamente al son de huesos golpeados, e intentando parecer cavernícolamente sexys, igual en el 2008 d.c. que en el 20008 a.c.. Va siendo hora de poner en duda el evolucionismo darviniano y tomarse en serio la involución que nos ha llevado de la Edad de Bronce a la Edad del MD. Pero lo más patético es que los que terminaron en el hospital no fue ninguno de los miles y miles de ravers descocados que tanto escándalo nos causaban (fue llegar al local y pensar con soberbia: ¿estos drogados qué se han metido, por qué se comportan así?...¡y nosotros fuimos los mayores die-hard yonkis y las únicas víctimas de la bacanal!) sino tres inocentes carrozones con ganas de mambo cultural como nosotros. Sólo sé que paso de Burroughs, de Leary, de Escotado, de Lou Reed y de la puñetera Amy Whinehouse: ¡que viva lo Light!. Si en lugar de haber jugado a ser teenage cavemen nos hubiésemos dedicado, como nos tocaba, a simplemente cotillear sobre las intimidades del troglodita de al lado, todo hubiese ido sobre ruedas. Todo por una yoya con receta estilo afgano…así están en esos países. Como cabras.

Hala, ya podéis reíros de nosotros.