viernes, 3 de abril de 2009

Una de romanos

























Viendo ayer el "Viernes 13" del 2009 me dí cuenta que desde el primer plano el espectador es plenamente consciente de quién va a morir, cómo se desarrollará la película, qué asuntos del pasado terminarán en catástrofe y el tipo de lenguaje cinematográfico que se va a utilizar. ¿Quiere eso decir que se trata de una mala película? En absoluto: esa predictibilidad se debe al hecho de que se trata de un slasher, un film que en cuanto película de género cuenta con la complicidad del espectador respecto a los arquetipos que maneja y no intenta trasgredirlos. La energía artística no se focaliza en la definición de personajes o situaciones particulares, sino en el manejo de elementos ya conocidos y pactados con el espectador. Como en una partida de ajedrez, donde las figuras son siempre las mismas y las reglas sobre el tablero nunca cambian, cada partida es nueva y única en el desarrollo de una lógica interna heredada del género al que se adscribe, como experiencia coral y no "de autor". ESO es un género, y este mismo razonamiento sirve tambien para los westerns, la novela rosa, el bodegón o la vivienda en bloque: lo importante no es el qué pasa, sino el cómo pasa.

Hasta ahora no os he dicho nada nuevo, pero la importancia de este discurso es el cambio de paradigma que supondría considerar que el "cine experimental" es, en conjunto, un género, con unas leyes inconscientes tan severas como puedan serlas las del cine de vaqueros. "Persona", "La bella y la bestia" de Cocteau, "Cabeza Borradora", "El año pasado en Marienbaud", "La jetee" o "El ángel exterminador" o "El elemento del crimen" no serían por tanto obras únicas, hitos cuyo mayor valor fuese su capacidad de salirse de los cánones, porque subterráneamente forman parte de una tradición, de un tronco común que funciona como un género y cuya lógica operativa nunca se llega a abandonar. Es decir, las películas experimentales no son un cajón de sastre libérrimo donde meter todo lo que no cabe en ningún otro lugar (que es lo que solemos pensar) sino que siguen permanentemente un discurrir común tan cerrado y arquetípico como el cine negro o el cabaret picante. Para mí, una canción de Megadeth y una de Metallica son virtualmente iguales, y del mismo modo una película de Buñuel y otra de, pongamos, Dreyer (a priori polos opuestos) serían idénticas a los ojos de un aficionado a Vin Diesel que no conozca los estatutos de autoría de uno y otro cineasta: del mismo modo que en la ópera decimonónica siempre aparecen la casquivana, el amante redentor y el castigo divino, el supuesto cine "experimental" siempre produce películas angustiosas, donde todo el mundo sufre, las reglas espacio-temporales no son newtonianas, el tiempo pasa muy lenta y silenciosamente, y donde un rayo de luz esperanzadora aparece por algún lado cerca del final. Indefectiblemente, la autoría puede ser interpretada como un género consolidado, y no siguiendo el paradigma posromántico del héroe individualista iluminado por el genio e indulgente con la fuerte personalidad de su creador.
Este cambio de paradigma me resulta, personalmente, muy fuerte: es una cura de humildad para tanto cineasta ebrio de vanidad, y permite como espectador hacer una lectura mucho más sensata, valiente y entrañable de ciertas obras que en el fondo son muchísimo menos importantes y trasgresoras de lo que solemos pensar.
Leer el arte como una sucesión de géneros y no de genios me parece una aproximación muy enriquecedora que entre los arquitectos no es muy habitual: para ellos (¿para nosotros?) hablar de un género es hablar de un enemigo, en la medida en que éste supone una limitación operativa, una herencia que lastraría la creatividad libre del creador. Pero esa lectura es muy pueril: la vivienda unifamiliar es un género, el shopping mall también, al igual museo-espectáculo: el Guggenheim no es una obra única, un hito, sino, sencillamente, un ejemplo del género "museo que intenta reinventar los museos". Del mismo modo que "Sin perdón" es sólo una película de vaqueros, en conformidad con los arquetipos y métodos de un género con una tradición de casi cien años y cuyos principios no puede trascender: de hacerlo, sería simplemente el principio de otro género.
La sensibilidad artística que manejo funciona mucho mejor con géneros que con genios: por eso me gustan tanto las películas de nerds, o los slashers, o los comics de superhéroes: el hecho de conocer de antemano un alto porcentaje de lo que voy a encontrarme, permite centrarme únicamente en las singularidades que presente cada ejemplo, y el modo en que dichas particularidades han de ser leídas dialécticamente con el género en el que cimentan. Lo mismo puedo decir del techno, el tipo de música que a los no aficionados provoca la sensación de que "todas las canciones on iguales", cuando para mí con completamente diferentes, en un perpetuo bucle cuyo fin último es la depuración y cincelado de sus propias reglas. Por ello, la escena del asesinato de Drew Barrimore en "Scream" no es una tonta y reiterativa repetición del típico asesinato gore, sino una elegante, entrañable y autoconsciente reinvención de una ley pactada del slasher según la cual la rubia tonta siempre muere cuando en su huída decide subir por las escaleras.